¿Qué vas a encontrar en este post?
Qué difícil es escribir la crónica de la carrera con la que llevas varios años soñando. Esa carrera que parecía inalcanzable 3 años atrás y que por fin hoy puedes decir que lo has conseguido: Marató Pirineu.
Me vais a permitir que me ponga especialmente sentimental con esta carrera, pero no os miento cuando os digo que realmente he cumplido un sueño.
Como siempre digo, estamos hechos de historias y de la misma forma que cuando comenzaba el blog allá por el año 2014 os comentaba que mi sueño era correr la Marató Pirineu, hoy os quiero contar la historia de esta espectacular carrera.
Google nos conoce y nos espía a diario. Eso ya lo sabemos todos. Y quiso este señor Google que, en víspera de la Navidad pasada, uno de sus anuncios me asaltara con las inscripciones para la Marató Pirineu. ¿Casualidad?
Tenía todos los regalos para esas blancas fechas ya comprados, pero no pude evitar pasear por la web, dejar que mi mente soñara otra vez con correr algún día en los Pirineos y cometí ¿el error? de ver el resumen del año anterior.
Pero esto no es algo nuevo. Siempre me emociono con estos vídeos épicos en los que veo a otros corredores disfrutando de la montaña.
Mientras me secaba la lagrimilla, sin darme cuenta ya tenía la visa en la mano y estaba añadiendo dos inscripciones al carrito de la compra.
“¿Estás loca? ¿Tú sabes lo que vas a tener que entrenar?”
Tarde. Las inscripciones ya estaban pagadas.
Un mes después, mi regalo de reyes se convertía en una carrera de 45km en los Pirineos con 2400m de desnivel +.
Melchor no quiso que me enfrentara a tal reto sola y le regaló otra inscripción a Pablo que con una sonrisa torcida repetía: gracias…
Y así comenzaba mi 2018. Con la carrera más dura a la que me había enfrentado hasta la fecha y con el firme propósito de conseguirlo. Acabándola bien, sin sufrir en exceso y sobre todo sin jugarme la salud. Pero para ello, habría que entrenar y mucho.
Los siete meses siguientes pasaron demasiado rápido. Y en agosto llegaron las tiradas de 18, 24 y 30 kilómetros. Mi querido Galiñeiro lo pasaba mal echándome una mano para rascar al menos los 1000+.
Finalizada la última tirada previa a la carrera, solo pensaba: Irene, ya puedes correr para llegar a los tiempos de corte.
Con las maletas preparadas y los bastones facturados, salíamos un jueves a primerísima hora rumbo a Barcelona, dónde alquilábamos el coche y poníamos gps hacia Bellver de Cerdanya, no sin antes dar un paseo por Bagá, lugar dónde se celebraría el ultra trail.
Jueves de descanso y viernes de nervios. Esa noche apenas pude dormir. A las 5:30 am sonaba el despertador y comenzaba el ritual.
45 kilómetros. 2400m de desnivel positivo. Salida a las 8 am. Hora límite de llegada en 9 horas.
Dos puntos de corte con los que cumplir: el primero a los 10km con un tiempo máximo de dos horas en Cortals y el segundo a los 24 km en Aguiló con tres horas más.
Para qué os voy a mentir: estaba nerviosísima.
Mi cabeza solo pensaba en correr tranquila, intentar hacerlo bien y dar lo mejor de mí.
Huía de esos mensajes “ultrapositivos” de “lo vas a conseguir” y “seguro que lo harás bien” porque la realidad es que a pesar de que quería conseguirlo, también existía la posibilidad de no hacerlo.
Y hay que ser realistas. No siempre nos salen bien las cosas así que yo sencillamente me limitaría a dar lo mejor.
El desnivel era lo que más me asustaba. Mucho más que los kilómetros. Pasar 9 horas en el monte para mí no es una maldición sino todo lo contrario. Lo disfruto y no se me hace largo.
Con las tostadas en la boca del estómago, el kit a cuestas, las sales cargadas, botellas de agua listas y los bastones en posición, tomábamos la salida los últimos con tranquilidad.
Literalmente, los últimos. No tenía prisa y quedaban muchas horas por delante.
Rápidamente perdí a Pablo que comenzó a adelantar entre los 998 participantes restantes.
Yo mantenía mi posición, corriendo lento pero seguro y disfrutando de la cantidad de gente que se amontonaba allí a las 8 de la mañana para darnos ánimos.
Quería disfrutar de eso, aunque solo fuera un minuto. Después, correría sola durante muchas horas.
Adelanté unas cuantas posiciones hasta que llegamos al primer tapón en el que estuvimos parados unos cuantos minutos. Ya habíamos salido del pueblo y pasado ese tapón, comenzábamos a correr.
De repente me sentí tranquila. Miraba el reloj y sabía que hasta el kilómetro 5 al menos debía correr. En el perfil parecía todo “llano” y el terreno tiraría para arriba a partir de entonces.
Llegué al kilómetro 10 con casi media hora de sobra. Y ¡menudo avituallamiento me encontré! Con lo que me gusta a mí un sándwich de nocilla…pero no, tenía el estómago cerrado.
Rellené las botellas de agua, me tomé una pastilla de sal y seguí corriendo. No podía comer.
Pi…pi!! Mi chip pasada por el primer control y ¡uno menos!
Ahora tocaba la peor parte: llegar al kilómetro 24 en tres horas. Eran 1164 m de subida en unos 12 kilómetros y sabía que me iban a dejar sin aliento.
Agradecía infinitamente llevar los bastones. Si no, aún hoy mis lumbares estarían sufriendo.
Fue duro. Durísimo. Llegué a tener los gemelos en la garganta y tuve que parar en un par de ocasiones. Me faltaba el aire y cada vez que llegábamos a un repecho, a lo lejos solo se veían corredores que seguían subiendo. ¡Parecía eterno!
Pero, aunque iba a mi ritmo lento pero seguro, en ningún momento se me pasó por la cabeza no llegar al segundo avituallamiento. Veía aún a muchos compañeros detrás y pensaba, ¿nos van a dejar a todos fuera? No creo.
Así que subí caminando y disfrutando del paisaje cuando mis piernas me pedían una tregua. Era precioso. Ahí me di cuenta de que merecía mucho la pena haber llegado hasta allí.
Miré el reloj.
Me queda poco más de media hora para el segundo control y ¿dónde se supone que está la bajada? La veía en el perfil.
Una bajada de unos dos kilómetros que yo pensaba que me dejaría descansar hasta llegar al avituallamiento que además necesitaba como agua de mayo, porque me había quedado sin agua.
¡Llegamos al mítico Pas dels Gasolans! A 2430m y allí nos esperaban varios chicos de la organización que avisaban: cuidado con la bajada que es muy técnica.
Y ahí estaba: LA BAJADA. Sí, con mayúsculas porque nunca me había enfrentado a una baja de ese nivel. No caerse ya tenía su mérito.
La vista del avituallamiento, abajo del todo, a lo lejos, con la niebla, era increíbles. Pero lo cierto es que parecía que no llegaba nunca.
Me quedaban unos 20 minutos. Aún llevaba a gente detrás y sabía que no me iban a cortar el paso e iba a poder seguir. Pero era bajada. Era lo que a mí me gustaba y había que disfrutarla.
Así que metí cuarta y avisando a mis compañeros que iban por delante de que no llevaba freno, me embalé con paso firme hacia el avituallamiento.
Debía llevar el pulso a mil por hora porque si en algún momento tuviera que haber frenado, creo que me habría comido el suelo al 99%.
Llegaba al refugio dónde nos esperaba líquido y comida, al mismo tiempo que llegaba el que iba primero en el ultra. ESPECTACULAR.
Seguía sin hambre, pero había que meter algo al cuerpo. Había costado mucho llegar hasta allí pero aún quedaba una media maratón hasta llegar a meta.
Cargué agua y un sándwich y sin descansar me encaminé hacia Martinet, dónde estaba el tercer avituallamiento en el kilómetro 34 y sabía que ese tramo era el que más me iba a gustar.
Aunque el perfil parecía no reflejarlo, tuvimos un par de kilómetros de subida en los que yo preguntaba a mis compañeros: ¿pero no íbamos a bajar?
Tan pronto como lo estaba diciendo, ahí estaba: la bajada. ¡A correr!
Nos juntamos un grupo de 6 corriendo en fila india porque era imposible hacerlo de otro modo por ese sendero. Yo iba la última y me lo estaba pasando pipa. Se supone que en el km 30 podía llegar el famoso “muro” pero de momento, lo estaba disfrutando.
El primer compi cayó y nos dejó pasar. Después el segundo, el tercero, y los dos últimos que iban juntos también me dejaron paso.
Y ahí llegaron mis mejores 5 kilómetros de la carrera. Corrí totalmente sola. El grupo con el que iba se quedó atrás y el que iba delante no tenía pinta de alcanzarlo hasta Martinet.
Cuando me quise dar cuenta, ¡ya estábamos casi en el 34! ¿Y el muro? De momento ni rastro de él.
En la bajada a Martinet se agolpaba la gente del pueblo que nos animaba: “Molt be, Molt be! Y a mí me sacaban una sonrisa.
Y entonces, en el kilómetro 34 sí que me tomé mi sándwich de nocilla. Los nervios cayeron de golpe y pude comer y beber tranquilamente.
Mi espíritu competitivo, que había desaparecido durante toda la carrera, llegó de golpe cuando antes de llegar a Martinet adelanté a una compañera con la que me junté en el avituallamiento.
Llamémosle espíritu de superación personal más que competitividad porque ahí, mis piernas ya no estaban realmente para competir y solo pensaban en los últimos 11 kilómetros.
Así que mi espíritu de superación personal me decía: ni se te ocurra ponerte a caminar 11 kilómetros y no dejes que te adelanten.
Yo no sé de dónde saqué la fuerza en ese momento, pero eché a correr hasta que la montaña comenzó a tirar para arriba de nuevo y tuve que sacar los bastones otra vez.
Hasta el kilómetro 37 todo iba bien. Solo quedaban ocho. A esas alturas, terminaba la carrera sí o sí. Pero de repente: MURACO.
Sí. La montaña subía hasta el kilómetro 40 como despedida a esta maratón en los pirineos para recordarme lo que significaba que me ardieran los gemelos. «Gracias», le dije.
Subí con mis bastones a paso lento pensando: “solo es un kilómetro…”. Pero ¡menudo kilómetro!
Kilómetro 40. Último avituallamiento. Agua y fruta. Se olía la meta. Aunque de olerla a alcanzarla aún quedaban 5 kilómetros. ¿Cómo pueden hacerse tan eternos?
Corría a trote suave en los llanos. Corría ladera abajo o más bien, me dejaba caer y caminaba a duras penas en las últimas subidas.
Pasados dos pueblos en los que me enfadé maldiciendo y preguntándome dónde narices estaba Bellver de Cerdanya y dejando atrás definitivamente a mi compañera, ¡llegó la meta!
Una bienvenida increíble de gente aplaudiendo y animando a la llegada y un speaker en la lejanía que gritaba mi nombre y dónde Pablo me esperaba.
Llegaba a meta sobrándome media hora del tiempo supuestamente establecido como máximo. Sonreía al cruzar, pero arrancaba a llorar tras quitarme la visera.
En mi mochila, con una funda de plástico, la foto de mi abuela y mi tía. Acompañándome todo el recorrido.
Llamadme sentimental si queréis, pero estoy convencida de que me ayudaron a cada paso que daba.
Es imposible que pueda describiros lo que sentí al cruzar esa meta. No era solo una carrera más.
Significaba para mí mucho más que eso. Era sentirme más fuerte. Más capaz. Sentir que realmente el esfuerzo había merecido inmensamente la pena. Sentí que me apasionaba el monte más que nunca. Pero sobre todo significaba confiar en mí como nunca antes lo había hecho.
Quiero daros las gracias a todos los que me habéis acompañado estos meses. Desde lejos y tan cerca. Aguantando mi nula vida social porque cada fin de semana tenía que correr. Gracias a mis amigos y familia por comprender todo lo que el mundo del trail significa para mí. Por apoyarme y quererme igual.
Y ahora sí que sí, ¡nos vemos en la próxima! No sé cuándo será, pero…seguro que la habrá.
Gracias por leer 😉
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