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Han pasado ya tres semanas desde que me enfrenté al triatlón de Rianxo, mi primer triatlón de distancia sprint. He dejado pasar unos días para recopilar fotos, sensaciones, y sobre todo recargar energía tras esa primera experiencia en esta nueva disciplina para mí. Pero hoy ¡ha llegado el momento! Agarraos a la silla porque vienen curvas (y además de verdad).
El 2 de septiembre sonaba el despertar a primera hora de la mañana aunque realmente no habría hecho falta porque literalmente no había dormido nada. Los nervios me comían por dentro y aún a pesar de haber tomado unas cuantas tilas y esas famosas infusiones “infurelax”, a mí nada me relajaba. “¿Pero por qué estás tan nerviosa?”, me preguntaban.
Lo cierto es que a día de hoy sigo sin entender por qué me puse tan nerviosa. Estaba preparada físicamente y mentalmente pero esa prueba me imponía tanto respeto que tenía un nudo en el estómago que no conseguía deshacer. Supongo que es algo que nos ha pasado a todos y que hay que cruzar esa primera prueba para romper el hielo y dar el paso que te separa de tu zona de confort a un territorio nuevo por explorar.
El transcurso del día fue normal, desayuno, preparación, comida y aparentemente algo más relajada poníamos rumbo a Rianxo a medio día. Con la bici en el maletero y todos los bártulos a cuestas, llegábamos allí justo en el momento en el que se comenzaban a dar los dorsales. Por un momento pensé “Irene, da media vuelta y vete a casa, esto es demasié para tu body”. Pero el gen cabezón me persigue y no hay manera de quitármelo de encima.
Con mi dorsal y las 200 pegatinas para bici, tocaba montar el chiringuito y pusimos rumbo a la zona de transición. Pegatina al casco, a la bici, coloca el dorsal, revisión de los jueces para pasar a la zona…¡menudo papeleo! Y yo, novata total en esta prueba, no quitaba ojo a los jueces cuando explicaban cómo salir de la T1 con la bici y cómo llegar (que si súbete al cruzar la línea, al llegar bájate antes, el recorrido…)
No puedo explicaros mi nivel de nervios pero digamos que si los días anteriores estaba en un 70 sobre 100, en el rato previo a salir al mar estaba ya en 85.
Me coloqué el neopreno y por suerte el día nos respetó con el sol (menos mal porque si llega a llover, yo sí que no salgo en la bici). Eso sí, hacía tanto calor que con el neopreno puesto ya estaba sudando la gota gorda antes de salir. Gafas, gorro y dorsal 127.
Tenía muy claro que saldría la última. No quería recibir patadas y manotazos en el mar así que opté por salir tranquila y a mi ritmo con el único fin de terminar.
Bien, mi nivel de nerviosismo ya había llegado a 90 sobre 100 y tenía el corazón tan acelerado que pensaba que se me saldría por la boca. Salí al final pero a los pocos metros de empezar ya me encontraba rodeada de gente. Nadar es lo que más me gusta y no se me da mal del todo así que empecé a adelantar a algunos compañeros.
¡Qué suerte! Primer manotazo y adiós gafas. Parada para recolocar y a seguir. Al girar en la boya me tocó recibir otra patadita pero por suerte nadie me pasó por encima. Tuve que hacer un pequeño break para respirar porque pensaba que me quedaba sin aire.
Es curioso como después de haber nadado ya en el mar varias veces, los nervios te pueden jugar estas malas pasadas y quedarte sin respiración.
Aún así, parece que no lo hice tan mal y me dejé a unos cuantos detrás. Me dio un poco de rabia porque creo que podría haberlo hecho mejor pero eso ya ¡para la próxima!
En la T1 me lo tomé con mucha calma y hasta me senté tranquilamente para ponerme las zapatillas y abrochármelas porque el tema de las calas aún no lo tengo dominado en absoluto. La bici es lo que más miedo me daba y es que había hecho cinco salidas contadas pero acabaría ¿no?
Salgo con la sonrisa de oreja a oreja pensando que todo iba a ser llano y que iba a poder darle un poco a las piernas y de repente ¡sorpresa! Venga a tirar para arriba. (¡¿Cómo?! ¿Estás de broma?). Casi me muero en esa primera subida y no bajé de la bici para empujar porque me daba vergüenza y tenía a un montón de gente animando pero creedme cuando os digo que me dieron ganas.
Eran cuatro vueltas y el circuito no paraba de subir y bajar. No había manera de coger velocidad porque subiendo quería morirme y bajando aún tenía respeto a la velocidad y no quería embalarme mucho. Terminada la primera vuelta me decía: te quedan otras tres vueltas así maja, prepárate.
En la tercera vuelta ya me encontré con la moto de la policía que me escoltaría hasta el final. Pensaba que lo llevaría peor pero lo cierto es que me hacía mucha compañía y hasta lo agradecí. Me despedí de la juez en la última vuelta que me decía: “¡ya no te veo más hasta la meta!”, a lo que yo le contesté: “No sabes la alegría que me das”.
Qué duro se me hizo la bici. Muy, muy duro. En algunos tramos tenía que ponerme de pie y eso que era algo que tampoco lo tenía muy dominado pero ¡llegué a la T2! Sana y salva, hablaba con Pablo con toda la tranquilidad del mundo y sin prisa. Mi compañero de la moto me esperaba para escoltarme corriendo así que con el portadorsales colocado ¡a por los últimos 5 kilómetros!
Fue una sabia decisión no llevar el reloj. No quería saber nada de tiempos sobre todo en el último tramo corriendo. Estaba hecha polvo y solo pensaba en intentar no caminar en ningún momento aunque el ritmo fuera lentísimo. Por suerte el circuito era muy potable y solo tenía una pequeña cuesta en un giro hacia la meta y dónde pude beber agua.
Primera vuelta superada y solo quedaban dos. Entonces vi a mi amiga Marta animándome y metros después a Pablo también. Reconozco que solté la primera lágrima porque en ese momento empecé a pensar que cruzaría la meta. Antes, ni me lo planteaba.
Segunda vuelta superada y ya solo quedaba el final. Escoltada con la moto y el juez en bici, bebí un último sorbo de agua, agradecí enormemente al resto de compañeros que ya habían acabado y me animaban y en ese último grito “¡ya no queda nada!” tenía el corazón a 100 sobre 100.
Crucé la meta y rompí a llorar.
Allí me esperaban Pablo y Marta y no pude contener las lágrimas por la emoción de terminar mi primer triatlón. Durante unos minutos solo les miraba, lloraba y decía: “joder qué duro, qué duro…”.
Pasados unos minutos empezaba a recuperar el aliento y empecé a ser consciente de lo que había conseguido. Recogí mi mochila, agradecí los ánimos a todos los allí presentes y me tomé una cerveza (me la había ganado).
Es increíble y maravilloso a la vez este mundo del triatlón. Los ánimos de la gente son algo de otro planeta. ¿Cómo es posible que te carguen de energía y te pongan las pilas al 200%? Cruzas la meta y la gente te mira como si fueras de otro planeta, como si estuvieras haciendo algo inalcanzable o fueras de hierro. Y al final solo somos personas aficionadas a este deporte, con muchas ganas, motivación y mucho entrenamiento detrás.
Cuando crucé la meta y fui consciente de lo duro que había sido, pensé en no repetir. Pero después de una buena ducha y una cerveza fría, tenía claro que el próximo año volvería de nuevo. ¡Por supuesto! Y espero que todos vosotros sigáis allí para animarme. ¡Gracias por leer! 😉
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